martes, 5 de mayo de 2015

Relatos: HANA-BI (FLORES DE FUEGO)

La historia está plagada de personas que se atrevieron a soñar con cosas inimaginables para su época. Resulta sorprendente como en algunos casos sus ideas se convirtieron, con el tiempo, en auténticas predicciones. Julio Verne escribió "De la tierra a la luna" en el año 1865, nada menos que 104 años antes de que (¿supuestamente?) el Apolo XI se posara sobre nuestro satélite. También se adelantó Stanley Kubrick, el cual rodaría con escalofriante realismo "2001, una odisea en el espacio" meses antes de que Armstrong dijese aquello de "un pequeño paso para el hombre..."

Son casos curiosos que llaman poderosamente la atención y me hacen pensar si desde siempre el ser humano ha tenido el anhelo de alcanzar los cielos, si siempre ha estado esperando para encontrar la manera. Por eso, cuando leí sobre el concurso "El hombre del cohete" de la página círculo de escritores, pensé en lo interesante que sería hacer un relato de este tipo ambientado mucho antes de que pudiera creerse la posibilidad de que aquello no sería más que una fantasía. Lamentablemente, como es habitual en mí, no llegué a tiempo al concurso y, además, me excedí de sobremanera en el límite de palabras (también muy habitual en mí). Pero no quería que la idea se quedara perdida en mis archivos viejos, así que os traigo hoy esta pequeña historia del samurai Yamamoto y su fascinación con la luna y las flores de fuego (la manera que tienen los japoneses de referirse a los fuegos artificiales).

Espero que os guste y que compartáis vuestras opiniones. Si no entendéis alguna palabra, he dejado un pequeño glosario al final del relato.

Por cierto, el excepcional relato que finalmente resultó vencedor del concurso, fue el del compañero Edgar K.Yera que podéis leer aquí.

Hana-bi (Flores de fuego)
Escrito en mayo de 2015 escuchando la banda sonora original de "Hana-bi" de Joe Hisaishi

Yamamoto se levanta cada día con la primera luz de la mañana. Prefiere pensar que es porque le gusta adelantarse a los tempraneros cantos del mirlo. En el fondo sabe que tantos años aferrado a su katana le han robado el descanso. El pájaro, aún perezoso, no será capaz de oler la sed de sangre. Por eso, cuando el azabache se torna azulado, ya se ha colocado el kimono, su fiel defensora atada al cinto.

Con los rayos asomando tras la ladera del Taka, el viejo se recrea un momento en los aromas que vienen con el viento, donde el fresco jazmín se mezcla con la humedad de la tierra mojada.  Esta noche es la fiesta de la Sakura, y la primavera parece estar ya golpeando las puertas del invierno, deseosa de llegar a tiempo para ver las flores nacer del cerezo. Yamamoto, en cambio, anhela ver las otras flores, las que explotan en fuegos azules, rojos y amarillos, llegando más alto en el cielo que ninguna torre y retumbando más fuerte que cien cañones. Cuenta una leyenda antigua que, agarrado a su estela, las almas hacen su último viaje camino a la redonda reina de la noche. Y, aunque nunca ha creído en cuentos infantiles, el frío ronin no puede evitar que se le escape una sonrisa cuando se imagina a lomos de tan flamante carruaje.

Sentado en su pequeño jardín se relaja tomando el té, disfrutando del tímido fulgor que le va calentando, poco a poco, sus ya entumecidos huesos. El regusto arcilloso de las hojas en la garganta le ayuda a despejar algunas nubes que aún le aturden esta mañana. Anoche volvió a beber demasiado sake mientras desplumaba a los otros jugando al shogi.

“El mejor guerrero es el que no lo parece”, reza el proverbio. Cambiar su habilidad con la espada por la destreza en el juego ha sido la mejor manera de desvanecer su inquietante imagen. Nadie sospecha de Yamamoto Fuyuki, un anciano con demasiada suerte en el juego, suficientemente generoso para no despertar rencores en un tranquilo pueblo. Su historia miente contando que ha pasado media vida arando en la región de Kanto. La corpulencia a pesar de la cincuentena es prueba de ello. Las heridas, posiblemente consecuencia de un accidente con las herramientas. Todo el mundo en el país bien conoce la dureza de la vida en el campo.
La espada resulta un tema más espinoso. Si preguntan, regalo de un hijo fallecido. Por honor al difunto no se separa de ella. Una historia de vida como cualquier otra; una para narrar a los curiosos.

Mimetizado en el nuevo paisaje, el que fue temible samurái ha sabido ganarse el afecto y de paso unas monedas para mantener su pequeña cabaña. Viejo zorro, ha aprendido que el arte de la guerra se asemeja lo suficiente a batallar con fichas. La clave radica en acercarse al adversario y provocar que este descubra sus propias debilidades. Con los viejos del lugar resulta, no en vano, demasiado sencillo. Tras varios tragos, los necios son incapaces de defender a su rey en el tablero. Le recuerdan a algunos jóvenes que ocultaban su miedo al combate bajo capas de alcohol. Cuando cogían la espada se movían tan torpemente que vencerlos era como ensartar una perca atrapada en la red.

A él siempre le habían enseñado que, en los caminos del deseo, brillantes y apacibles, se escondía el abismo del hombre. Durante muchos años, como aplicado estudiante, ha llevado las enseñanzas rigurosamente. No deseó fortuna ajena ni se acercó a mujer con deseo. No se vanaglorió de su destreza con el acero ni celebró las victorias saciando su garganta. Ahora ya viejo, maestro sin alumno, ha vislumbrado cuan solitario es su camino, cuan fútil. Por eso, algunas veces, cuando la partida ya ha acabado y la posada se llena del canto del grillo, se permite coger la botella y sumergirse en sus dulces aguas.

Esas noches, embriagado y sin preocupaciones, Yamamoto se pierde en un sueño profundo, uno que tan sólo el sake le permite alcanzar. En su descanso se descubre soñando con la luna. La brillante esfera de marfil que siempre le seduce, dejándose observar como una amante traviesa. Una de esas que nunca se permitió tener.
Fiel compañera en la oscuridad de sus días, le ha ocultado de emboscadas y le ha calmado tras pintar de muerte la hoja. En estos últimos años, aparece al cerrar los ojos, reclamando el cariño que ha dado. Y, aunque se sabe insignificante, el viejo se deja llevar por la euforia que le proporciona este mundo imaginado. Agarrado a la cola de la flor de fuego, parte al encuentro de su nuevo hogar, en la cima de la bóveda celeste. Atrás quedan riachuelos y campos de arroz, cabañas solitarias e imponentes ciudades. Cuando despierta, el regusto amargo del licor le golpea en la boca, recordándole la ingenuidad de su fantasía. Avergonzado, el sosiego se transforma de nuevo en una vigilia llena de remordimiento. Cada día la misma historia. Demasiados cuerpos dejados en el camino para poder borrarlos sólo con la borrachera.

Pero esta noche ha tenido ese sueño por última vez. Algo ha cambiado tras la última velada. Yamamoto es consciente de que aquel tipo de la posada, enjuto y almibarado, ha reconocido su rostro, escalofriantemente atravesado por la cicatriz que viaja desde su ojo izquierdo hasta la garganta. Sabe que no tardará en avisar al clan Mashiro; llevan un año preguntando, pueblo por pueblo, por el hombre de faz desfigurada. La historia del campesino no convencerá a los que buscan sangre.

Aguarda paciente el anciano la llegada de sus captores. Preferiría que no apareciesen antes del festival y poder ver como los cielos se llenan de las flores de mil colores. Un pequeño deseo para un hombre que nunca pidió nada. Un hombre que, con los rayos ocultándose a su espalda, no puede evitar preguntarse cómo hubiera sido la vida de no dedicarla a la espada. En su interior juguetea con la idea haberse llamado Hiroto, “volar alto” y haber tenido una pequeña a la que poder nombrar Mizuki, “bella luna”. Quién sabe si juntos podrían haber viajado a sobre las flores voladoras, lejos de aquellas tierras de guerra y venganza. Mas la vida le había llevado a ser nombrado Fuyuki, “el árbol nevado”, y como tal a permanecer solitario, esperando una primavera que sólo los afortunados cerezos parecen ahora alcanzar.

Apenas se esconde el sol unas sombras se adentran por las calles del pueblo. Cuando aparecen ante su puerta, Yamamoto sabe que no tiene posibilidad. Tres mercenarios contra un pobre viejo no es contienda justa. Aún así, comprende el  honor que supone haber contratado a tan hábiles asesinos para darle sepultura. Su reputación le precede, sin embargo sus brazos se han gastado al dar nombre a la leyenda. Por respeto a aquellos hombres les hará frente, aunque no tiene intención de hacerles ningún daño. No se va a ir de este mundo tiñendo más roja su empuñadura. Al menos, eso sí, le gustaría poder esquivar un par de envites, a fin de llegar a escuchar los primeros fuegos del festival. No se imagina mejor desenlace que al son de la música pirotécnica.

Arrastra los pies y las caricias de la yerba se le cuelan entre las sandalias. En silencio, el guerrero da las gracias a la tierra por haberle acogido en sus momentos finales. Ésta le responde levantando una suave brisa que le golpea refrescante en el rostro. Las nubes de su mente se despejan por fin y sobre el acero se refleja la intensidad de la redonda luna de abril. El baile ya puede comenzar.


Mientras yace en el suelo, Yamamoto observa los ríos escarlata que escapan de su cuerpo. Como finos hilos seda, se abren traviesos en todas direcciones, dejándole una sensación de calor intenso en el pecho. A pesar del innegable dolor, el hombre sonríe al comprobar  la ironía de sus cavilaciones; el árbol nevado está, finalmente, lleno de color.

Un segundo antes cerrar los ojos, le sobresalta un estruendo. Aunque se siente sin fuerzas, logra girar la cabeza y mirar hacia arriba. Sobre el cielo estrellado, una inmensa flor de fuego, resplandece ante sus ojos. A ella le siguen otras, doradas como tulipanes, verdes como dragones. Y, justo al final, acierta a ver un pequeño destello rosado, como cientos de hojas del cerezo volando hacia al cielo. La respiración resulta vez más entrecortada y en sus ojos empiezan a aparecer las primeras nieblas.

Yamamoto cierra finalmente los ojos y, al tiempo que va perdiendo la consciencia, sueña que viaja montado en la cola de ese último fuego, camino a su deseada luna. Allí donde no hay duelos ni espadas, ni señores ni castillos.

En la plaza del pueblo, la celebración termina con risas y aplausos de los niños.

El mirlo canta pese a que es de noche.

La primavera ha comenzado en Osaka.


PEQUEÑO GLOSARIO: 
Hana-Bi: "Flor de fuego", manera que tienen en Japón para referirse a los fuegos artificiales. /// 
Taka: Monte de unos 600m que se encuentra en la prefectura de Osaka, ligeramente al suroeste de Japón. /// 
Sakura: Árbol del cerezo. Uno de los símbolos más conocidos de Japón. Con su florecimiento se celebra la entrada de la primavera. /// 
Ronin: Literalmente "hombre ola", eran hombres errantes, samuráis sin amo durante el período feudal de Japón. /// 
Shogi: Juego de mesa de supuesto origen chino que guarda un gran parecido con el ajedrez occidental. /// 
Kanto: Región del centro del país que engloba varias prefecturas, Tokio entre ellas. ///

8 comentarios:

  1. Un relato narrado con una belleza y delicadeza deslumbrantes. Poco a poco, con tranquilidad casi hipnótica, nos vas adentrando en la mente del personaje, revelándonos su pasado, sus deseos no deseados, su próximo futuro. La sensibilidad de un hombre que ha quitado tantas vidas es un enorme y brillante contraste. Nos llevas a través de tus letras como volando, como soñando, y nos dejas una agradable sensación con ese final, que no podía ser de otro modo.
    Un saludo, Alejandro.

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  2. Excelente relato, escrito con el pincel de un pintor de emociones y atmósferas vivas, una experiencia sensacional y sumamente sensorial, un alma bordada con letras y frases de ensueño. Un regalo de lectura que te agradezco con sinceridad, no puedo evitar sublimar y ser entusiasta en mis comentarios, cuando algo me fascina y se me da la posibilidad de expresar y dejar constancia de ello, lo hago. Magistral texto, Alejandro.
    ¡Un Abrazo, Amigo!
    Pd: Gracias por el enlace a mi micro.

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  3. Joder, muchas gracias chicos. Vuestras palabras me animan a seguir enganchado a esto de escribir, aunque sea siempre complicado de compáginar con el día a día. Gracias a los tres por ser lectores fieles. Y Edgar, el enlace es un regalo a los que visitan la página, pues tu relato es cojonudo.

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  4. Saludos, tras leer tu texto (que quede constancia de que Edgar me permitió saber de su existencia), y como modesto aficionado a la cultura de los samuráis, he de decir que sí, plasmas bien los pensamientos interiores del pobre (y digo pobre recordando cuando se imaginaba con otra vida distinta a la vivida) Yamamoto, y narras sus últimas horas de vida, a caballo entre su pasión por las flores de fuego y sus dudas existenciales sobre lo que habría sido y no fue. Una interesante lectura para sentirme por un rato en esa época y en ese lugar del relato.

    ¡Un saludo!

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    1. Gracias José Carlos. Me alegro que, como aficionado a esta cultura, te hayas sentido a gusto en la narración de Yamamoto.
      Un saludo.

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  5. Lo que más me impresiona del viejo samurai es la placidez con la que se enfrenta a su destino, sin aspavientos ni haciendo de él una tragedia. Hay que ser muy valiente para esperar la muerte de esa manera y aceptarla como un hecho irremediable. Y luego la belleza que, como dice Ricardo, impregna todo el relato y que culmina con ese final de los fuegos artificiales. Un relato precioso que transmite mucha paz. Un abrazo, Alejandro

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    1. Gracias Ana. Me halaga mucho lo que dices sobre que transmite paz. Precisamente esa serenidad es la que me transmitía a mi mientras lo escribía.
      Un gran abrazo.

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