lunes, 3 de noviembre de 2014

Relatos: UN PEZ COLORADO

"Sunshet Fishing" by Riccardo Cuppini  (CC BY-NC-ND)
Siempre me ha sobrecogido todo lo que rodea a la pesca. Puede que sea porque en mi barrio siempre ha existido dicha cultura, pero lo que está claro es que es ver una barca o una caña y se me vienen mil historias a la cabeza. Esta es una de ellas que empecé a idear una tarde de finales de verano cuando, a lo lejos, divisé la figura de un padre con su hijo que pescaban, apostados en las rocas. Allí parados parecían haberse convertido en estatuas de sal con la caida del atardecer. Pasé cerca de ellos y me parecieron ausentes el uno del otro. Al mirar al cubo que tenían a sus pies no vi un sólo pez. Quizá por eso, imaginé la historia de ese pez que les faltaba,  un pez colorado.


Un pez colorado                  Escrito en marzo de 2014 escuchando "Days like this" de Van Morrison

   Hoy no parece que piquen, ¿no? 

Miré a mi padre buscando una respuesta, preguntándome si estaría tan aburrido como yo. Él apartó un momento la vista del libro que estaba leyendo y negó con la cabeza, para, un instante después, volver a sumergirse en su lectura. Llevábamos allí más de tres horas, y a mí me parecía que habían sido tres días. Y ni rastro de un pez. 

El verano había acabado y eso se notaba en la playa, en la que apenas había cuatro o cinco valientes bañistas que se atrevían a tomar el sol anaranjado de las últimas horas. El mar estaba algo agitado en la orilla y las olas formaban los remolinos típicos que a mí me recordaban al tupé de la tía Luisa. Busqué con la mirada alguna chica guapa, pensando que si la encontraba podría al menos distraerme durante un rato, imaginando que era yo el que estaba junto a ella jugando en el rompeolas. Lejos de eso, mi vista topó con una enorme mujer, blanca como un tísico, que pegaba grititos ensordecedores cada vez que metía un pie en el agua. La imagen de su carnes, montadas una encima de la otra y embutidas en un bañador verde demasiado pequeño para ella (y para mis ojos), me quitó las ganas de seguir buscando bellezas en la arena. 

Mi padre y yo estábamos en un lateral de la cala, en los espigones, una larga fila de grandes piedras blancas por encima y verdes y mugrientas en la parte que chocaba con el agua. La cañas de pescar estaban metidas entre los recovecos que había entre las imponentes rocas, con lo que sólo teníamos que cruzarnos de brazos y esperar. La mía, a diferencia de la de mi padre que era mucho más grande, medía poco más de metro y medio, y era de un color rojo intenso. Aunque no me hacía gracia tener una caña ‘de niño’, si estaba bastante conforme con su diseño. Me gustaba pensar que casi parecía granate, como mi equipo favorito. 

Con el paso de las horas, sentado como estaba en tal ‘paraíso de la comodidad’, sentía constantemente punzadas en las rodillas y, para colmo, se me había quedado la espalda más rígida que la caña que tenía a mi lado. No paraba de moverme, buscando incansable una postura que me molestara un poco menos que la anterior, pero todo era en vano, pues siempre acababa con el culo marcado con los salientes de aquellos pedruscos. Mi padre, sin embargo, no parecía llevarlo tan mal. Seguía en la misma posición desde que llegamos, igual a una estatua de cera de las que se veían en los museos, de las del tipo que siempre tenían cara de enfadado. Ligeramente encorvado, con aquel tocho literario en una mano y una lata de cerveza en la otra, me di cuenta que parecía mucho mayor de lo que siempre había notado y me asaltó la duda de si siempre había sido así. Lo que estaba claro es que este era un plan más propio del hogar del jubilado, por lo que él quedaba mucho mejor adaptado que yo. “La especie que mejor se adapta es la que sobrevive” pensé y me reí por un segundo. Por dentro, claro, no fuera a ser que se enfadara por sacarle de su novela, que debía de ser la mar de interesante, porque el único sonido que habíamos escuchado casi toda la tarde, además de los grititos de la gorda, era el lento pero constante pasar de las páginas.

Días atrás, cuando mi madre me había anunciado que iba a ir de pesca con mi padre me había imaginado algo distinto. Supuse que cogeríamos una barquilla, como las que usaban para sacar a la Virgen a pasear por el mar cada verano. Y, aunque me inquietaba un poco el ir con él, me había hecho una ilusión terrible, porque, cuando sacaban la estatua y todo el mundo la aclamaba y le pedía lo menos cien milagros, yo siempre dirigía la mirada a aquellos botecitos viejos de pintura cuarteada. Me sorprendía la fortaleza tremenda que tenían, aguantando todo el peso sin volcarse ni una sola vez. Sobre todo me gustaban los que tenían un ojo pintado en la parte de adelante. Era uno sólo, normalmente rojo y negro, dibujado sobre madera blanca, el cual parece ser que era para que no se perdieran en el camino. O al menos eso te decía cualquiera si le preguntabas, como si fuese una canción que se sabían todos de memoria. 


Pero mi padre había dejado claro desde el primer momento que no habría barca, que para eso había que saber. Se me pasó por la cabeza contestarle que para saber había que probar, pero el temor a ganarme un chillido fue más fuerte que mi orgullo.
El hecho de creer que él tampoco tenía ganas de pasar la tarde conmigo sólo lo hacía más incómodo. Mi madre había insistido mucho en que había sido idea de él, pero yo intuía que había sido ella la que, a costa de obstinación, lo había conseguido. En ese sentido, habían sido muchas las noches en que la había escuchado discutir con mi padre, cuando creían que yo ya estaba dormido. 

   ¡Es que no haces nada con tu hijo, sólo trabajo, tele y trabajo otra vez! – solía gritarle mamá. 

Cada vez que oía su aguda voz, con un temblor evidente tras los chillidos, sabía que se avecinaba la tormenta. Porque, cada vez, él le contestaba, y en su voz, mucho más grave y más alta que la de ella, notaba un desprecio que me hacía sentir nauseas en el estómago y ganas de romper la pared a puñetazos. Mi padre unas veces le decía que era una desagradecida, que él lo daba todo por la familia y siempre nos compraba lo que necesitábamos y más. Otras, simplemente, le soltaba que él sabía muy bien cómo educar a su hijo, y que no tenía ningún problema conmigo ni yo con él. Y entonces yo deseaba ser un tío valiente y salir a quitarle la razón. Pero nunca me había atrevido.
Pero a pesar de las broncas, mi madre no se escondía. Creo que lo hacía porque notaba que, con los años, para mí se había hecho cada vez más duro. Ya no era un niño que no se daba cuenta de esas cosas. Había cumplido ya los trece y era consciente que llevaba, desde que tenía uso de razón, buscando en los padres de mis amigos al que me enseñase a montar en bici, a esquiar o a chutar el balón. Pero ni el padre de Carlos, o el de Andy, ni toda mi colección de padres sustitutos habían conseguido que no sintiera que me estaba perdiendo algo. Según mi madre, el día de pesca podía ser el comienzo para que las cosas empezaran a cambiar.

En la playa empezaba a refrescar, y ya se notaba un suave viento que hacía que se te llenara la boca de asquerosos granitos de arena. Miré a mis pies la caja de gusanos que habíamos comprado esa mañana y se me volvió a revolver el estomago. Si a los peces les pasaba como a mí cuando veía un bicho no íbamos a pescar nada hoy.


La verdad es que no le veía sentido a seguir allí por más tiempo, así que, con el sol a punto de pegarse un chapuzón en el horizonte y mi trasero desesperado por llegar al sofá de casa, me decidí a confrontarle. 
"Fisherman Boat" by Salvador Bettencourt da Camara (CC BY-NC-SA)

   Papá, que tal si… - dije titubeando. 

No hubo respuesta de su parte. Debía de ser un capítulo sumamente importante.
Cuando iba a volver a llamar su intención, noté cómo el hilo de mi caña pegaba un tirón. Sorprendido, miré inmediatamente al agua. Justo encima de dónde se suponía estaba mi asqueroso gusano, comenzaron a formarse varias ondas concéntricas. No cabía duda, al fin había caído uno.
De golpe, todo el cansancio y la incomodidad se desvanecieron. ¡Había pescado mi primer pez! Me sentía eufórico, tratando de contener las ganas de pegar un salto, pues eso sólo lo haría un niño y yo ya no tenía edad. Con la respiración entrecortada le pegué un grito a mi padre para que se percatase de mi conquista. Aturdido por mi bufido, se acercó a la caña para observar la razón de mi alegría. Al ver el cable moverse de un lado para otro pude apreciar que ponía cara de sorpresa. A continuación me dio una pequeña palmada en la espalda y arqueo ligueramente los labios mostrándome lo que se pareció a una sonrisa. En ese momento me sentí algo extraño. Extraño pero en plan bien.
Mi padre sacó la caña de las rocas, y, en un rápido movimiento, como si se tratase de un látigo, sacó el hilo del agua con mi presa enganchada al anzuelo. 

El pez no tendría más de diez centímetros y se movía de manera violenta de un lado hacia otro con una fuerza que hasta hacía que diese miedo acercarse. Era de un color rojizo, o bermellón como tanto le gustaba decir a mi madre. Aunque no era tan grande como me habría gustado, no iba a hacerle ascos a mi primera y única captura del día. Estaba tan inesperadamente contento que ya me imaginaba pescando atunes de cuarenta kilos con mi padre. En una de nuestras barcas con ‘ojo guía’ incorporado, faltaría más. Aquel pequeñín colorado podría ser mi Moby Dick particular, y el comienzo de una leyenda entre los pescadores de todo el barrio. Pasada la excitación del momento, y mientras observaba a mi nuevo ‘amigo’, me planteé hasta que punto habían merecido la pena las interminables horas de contemplación. Lo cierto era que, hasta ese momento, la pesca había sido uno de los mayores peñazos a los que me había enfrentado, pero la sensación de ver salir el trofeo del agua, encabritado y ansioso de lucha, era, seguro, algo que quería repetir. 

Al volver la vista a mi padre lo noté muy concentrado. Su mirada estaba fija en mi pez y parecía estar estudiando hasta la última de sus escamas. Tras observarlo por unos segundos apretó los labios en una mueca que no supe interpretar si era asco o enfado. 

   Este es muy pequeño – dijo tajante y aún sin mirarme– No nos vale. Hay que tirarlo de vuelta. 

Aquello lo sentí como si directamente me hubiese dado una torta. En una décima de segundo y sin una segunda opinión le había quitado cualquier sentido a la infinita tarde que acabábamos de pasar. 

   Si no nos lo comemos, pues lo metemos en una pecera – Trataba de salvar la situación de la única manera que se me ocurría.

   No merece la pena – dijo impasible – Es un pez muy común. Si quieres uno te lo compro en la tienda, que esos están preparados para un acuario.

   Sí, pero… - Quería hacerme escuchar, pero no encontré la manera de continuar. No se me ocurría que más decirle. 

Con firmeza, mi padre agarró mi pez colorado y sacó el anzuelo del buche del animal. Sin que tuviese tiempo de argumentarle nada más, lo lanzó al agua, dando por concluida nuestra discusión.
Por un fugaz momento pude ver cómo la mancha roja se alejaba mar adentro, y con ella lo único bueno que había tenido el día. 

El sol ya había desaparecido cuando llegamos a casa. Durante el viaje no mediamos palabra. El único que hablaba era el locutor de la radio con una voz ronca y cavernosa, que parecía a punto de dormirse con su propio discurso. Esa noche se lamentaba de la humillación sufrida por su equipo a manos de un conjunto italiano. Durante un segundo pensé que podría ser un buen tema para sacar tema de conversación y romper la insoportable tensión, pero al mirar a mi padre me quité la idea de la cabeza. Tenía los ojos fijos en la carretera a pesar de que no nos habíamos cruzado con nadie y sus manos apretaban con fuerza el cuero del volante. A la altura de las cejas tenía las venas hinchadas de tal manera que parecían los gusanos que habíamos utilizado unas horas antes. Yo sabía que siempre se le ponían así cuando estaba apretando los dientes porque algo le molestaba. Pensé en el pez rojo y deseé que nunca hubiese picado el anzuelo. 
"Espigón" de Borja de Diego (CC BY-NC-SA)


Al llegar al porche de casa, él abrió el viejo baúl que utilizábamos para guardar los diferentes trastos que no sabíamos dónde colocar. Era de considerable tamaño, y, a pesar de su apariencia con tonos rojo cemento, era de plástico barato. Mi padre colocó las dos cañas desmontadas dentro del baúl y volvió a cerrarlo. En ese momento me despedí en silencio de mi caña casi granate. Estaba prácticamente seguro de que nunca volvería a salir de allí
Aunque sabía que no se trataba de una buena idea, no podía quedarme con la duda en el cuerpo, y era muy consciente que no habría otro momento. Así que, con un nudo en la garganta, le pregunté: 

   Papá, ¿lo hemos pasado bien esta tarde? ¿verdad?

Mi padre se quedó quieto. Inmediatamente me arrepentí de habérselo preguntado. Pensé que iba a girarse hacía mí y temía que se hubiese enfadado por lo que le acababa de decir.
Pero no se giró. Solamente se quedó mirando fijamente la vieja puerta blanca de nuestra casa. 


   Si... claro. – contestó con tono apesadumbrado. 

Tuve la sensación de que quería decir algo más. Parecía estar buscando las palabras adecuadas en un laberinto sin salida.
Finalmente no dijo nada más. Sacó las llaves y abrió la puerta. 


Mientras mi padre entraba en casa, yo me quedé inmóvil en el umbral de la puerta. Oí cómo dejó caer con fuerza las llaves en la mesa. El ruido del cristal al contacto con las llaves me provocó un pequeño escalofrío. Era parecido a sentir una pequeña descarga que iba desde los dedos de mis pies hasta la punta de la cabeza inundándome de rabia. Apreté los puños con fuerza, sintiendo cómo empezaban a picarme los ojos.
Me quedé allí quieto durante varios minutos, sin encontrar la razón para dar un paso ni la voluntad para levantar la cabeza del suelo. Tenía la vista clavada en nuestro felpudo, el cuál, entre variopintas flores, rezaba “Bienvenidos” en un intenso color rojo. “Rojo, como el maldito pez” pensé. 

No sé cuánto tiempo pasó hasta que mi madre me encontró allí parado, con los ojos húmedos y el baúl a mis pies, destrozado a golpes. Sin tener tiempo de reaccionar ante su presencia me rodeó con sus brazos y me susurró al oído: 

   ¿Qué haces afuera? Entra, que vamos a cenar.


4 comentarios:

  1. ¿Todo ficción? Que relato mas triste, mas tierno y a la vez que duro. Lo he visto con la imagen de los personajes. El enjuto padre de venas prominentes, incapaz para expresar emociones, el cándido niño y el rojo pez que hubiera preferido ser un trofeo para ese chico que soportar la frustración de volver al mar con la boca dolorida y ensangrentada

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  2. Gracias por el comentario. En tu análisis se vislumbra el posible sentimiento del pez, otra cara del relato muy interesante.

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  3. A mí me dejas con la penita por el niño protagonista que tanto se esfuerza por conseguir la atención de su padre. Quiero creer que lo que le pasa al pobre hombre es que no sabe expresar sus sentimientos y piensa que basta con cuidar del bienestar físico para ser un buen padre. Menos mal que al niño le queda una madre comprensiva y cariñosa. Qué más decirte, que me enamoran tus historias y los personajes tan reales que hay en ellas. Felicidades, Alejandro y un beso muy fuerte

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    1. Gracias Ana. Me das una alegría cada vez que comentas uno de los relatos.

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