viernes, 18 de noviembre de 2016

Relatos: DE INDIOS Y VAQUEROS

Hola de nuevo.

"Childhood memory" by Stewart Black (CC BY-SA)
He estado un tiempo bastante largo apartado del blog, y hoy finalmente traigo algo para acabar con la sequía de la página. Pido disculpas por la falta de continuidad, pero, como ya sabéis algunos, ando un poco a la gresca con las musas, y, simplemente las cosas no salen. Llegué a un punto en que no estaba cómodo escribiendo, y no podía quitarme la sensación de impostura cada vez que intentaba plasmar alguna historia. No tengo otra excusa que la de reconocer que no me estaba divirtiendo igual que antes.

Y, aunque creo que aún necesito un tiempo para retomar la normalidad en este campo, estos días me he puesto a repasar textos antiguos que, por una cosa u otra, no salieron a la luz. A lo mejor no tengo ahora la seguridad para emprender nuevos caminos, pero al menos puedo ir corrigiendo algunos relatos que estaban algo cojos.

El que os traigo hoy llevaba un par de años en el cajón y, aunque es algo oscuro para lo que suelo plasmar, decidí darle una puesta a punto y ponerlo por aquí.

Y poco más. Que espero que lo disfrutéis y de nuevo disculpas por estar desaparecido (también para leer vuestros blogs). Espero que este sea un punto de partida para empezar de nuevo.

Y a los que habéis vuelto a esta mi morada, gracias por la paciencia.

De indios y vaqueros

Muchas tardes de verano, cuando el sol empezaba a esconderse, los niños bajaban a toda prisa por la colina hasta el pueblo, en su particular persecución entre indios y vaqueros. Mientras llegaba la hora, sentados en el bar de la plaza entre charlas y cervezas, los padres aguardábamos su regreso, discutiendo cuál de los chicos habría hecho la mayor trastada esa semana y cuál volvería en peor estado al final de la velada. Y es que ya nos habíamos acostumbrado a recibirlos embarrados hasta las cejas, más de uno con un agujero nuevo en el pantalón. Pero no se podía esperar nada distinto de unos críos que apenas habían soplado diez velas. Recipientes de energía infinita, sus alegres chillidos solían escucharse por todo el bulevar mucho antes de que alcanzáramos a divisarlos. Unos instantes después llegarían en tropel, siempre con la lengua fuera y una enorme sonrisa, más amplia si eran del bando que había ganado la contienda.  

Pero, aquella última tarde de julio, no bajaron. Y nuestra vida cambió de golpe.