El poder de la nostalgia es enorme. Que se lo digan a los vendedores de camisetas y merchandising variado que se están haciendo de oro con la generación de los ochenta.
Y yo, señoría, me declaro culpable. Porque todo lo que huela a mi infancia me hace perder la cabeza (y el bolsillo). Me produce una sensación muy reconfortante el recordar los dibujos que veía al volver de clase, los juguetes que pedías una y otra navidad, los partidos a vida o muerte del recreo... Y las estampitas. Maravillosos cromos que venían en sobres de seis u ocho, y que daban vida a unos vacíos álbumes, conviertiéndolos en ese momento en crónicas de incalculable valor emocional (económico no, porque a la mínima que tengas corazón es imposible deshacerse de ellos). Y teníamos tanto para coleccionar: de bola de dragón, Oliver y Benji, la liga de fútbol, las tortugas ninja, los dinosaurios...
Algunas veces me he visto tentado a comprar algún sobre de los de ahora. No porque conozca sus
personajes, sino únicamente por recordar el placer que se sentía al abrirlo, rasgando el papel, deseoso de descubrir que cromos se esconderían en su interior. Aunque, como siempre pasa con la nostalgia, soy consciente de que tendemos a magnificarlo todo. Añoras esa sensación de expectación, pero ya no te acuerdas de la habitual decepción que venía después. Y es que encontrar por enésima vez el mismo cromo que ya tenías diez veces repetido era el pan de cada día. De ahí que completar un álbum fuese una tarea titánica, que requería tiempo y paciencia. Se podría decir que los cromos nos enseñaban el valor de la constancia y del trabajo. Al menos es una manera amable de mirarlo. Mejor eso que pensar que estábamos obsesionados y empezabamos a cultivar un claro síndrome de coleccionista compulsivo, ¿no?
Hoy os traigo un relato con el que vuelvo a esa feliz infancia (que no lo fue tanto, pero, ya sabéis, la distancia endulza), en esa época en la que las estampitas podían ser el centro de nuestra existencia y obtenerlas era tan grande como encontrar el arca perdida o conseguir el tesoro de Willy el tuerto. Espero que lo disfrutéis y os haga sonreír, que, después de un par de relatos oscuros, era hora de pasar a algo más alegre.
P.D.: Me disculpo por publicar cada vez menos. La realidad es que ahora, con tanto cambio, no tengo ganas de escribir nada y tiro de escritos antiguos. Os doy las gracias y os pido un poco de margen. Dicen que la inspiración siempre vuelve, y aquí estoy esperándola, con la red preparada para que no se me vuelva a escapar.
(Ya me diréis si queréis que el próximo sea humor absurdo o drama social. Os lo dejo a vuestra elección)
Philippe Marcel
Cada vez que abro la cartera y me
encuentro este trozo de papel, escondido entre billetes arrugados y facturas,
una parte de mi mente se olvida de anclar los pies y se evade traviesa años
atrás. Durante un instante hasta casi me parece oír los gritos de la pandilla
celebrando el último gol del recreo. Mi amigo Dani habría sido la estrella del
partido, pero, como siempre hacía, me habría dejado el último tanto en bandeja,
para que yo también tuviera mi momento de gloria.
Y, aunque el papel ahora está descolorido
y medio destrozado, aún me recuerda al objeto majestuoso que fue, brillante y
reluciente como una joya de piratas.